De reiteraciones, comparaciones y cómo Alejandro Magno murió, pero no tanto

Por Osvaldo Mario Nemirovsci. El autor cuenta lo que ocurrió tras la muerte de quien fuera rey de Macedonia y plantea un espejo con ciertas formas que el sistema político argentino repite de alguna manera.

De reiteraciones, comparaciones y cómo Alejandro Magno murió, pero no tanto

La historia tiene reiteraciones y comparaciones.

La primera variable es probable que se deba al carácter de causalidadque poseen, aunque muchos lo nieguen, las ciencias sociales. Esta condición de vincular causas y efectos no es patrimonio exclusivo de las ciencias llamadas duras, aunque a estas se les asigna cierta mayor formalización matemática en sus teorías y poder predictivo. Nada que las ciencias sociales, que explican datos humanos y no entidades abstractas, no puedan realizar también.

Se puede, y la historia lo demuestra, confirmar hipótesis que no estén establecidas. En las ciencias sociales, en la historia, a determinadas condiciones dadas le suceden causas similares. A conductas sociales y políticas de determinado tinte, a gobiernos de análogos tipos, les corresponden parecidas consecuencias.

En cuanto a las comparaciones, es más un juego intelectual, de investigar, encontrar y poner en cierto valor, episodios ya ocurridos y que luego tienen correlatos de semejanzas.

Permítanme hacer un pantallazo sobre algo que sucedió a partir de junio del año 323 AC, que fue cuando ocurrió la muerte de Alejandro Magno.

Y poner este episodio y parte de lo que luego continuó, en espejo con ciertas formas que el sistema político argentino (y de otros varios países) más de 2000 años más tarde, repite de alguna manera.

Obvio, la interpretación de estas similitudes es libre. Sobre todo, para aquellos que deseen ubicar su mirada en la Argentina para cotejar aquello que acá se cuenta.

Cuando muere, joven y endiosado Alejandro Magno, sus generales vivieron una suerte de embelesamiento con él. A la par que preparaban sus tácticas para ser parte de la herencia política “empezaron a imitar sus gestos y vestimentas, y hasta su forma de inclinar la cabeza. Y hubo quienes comenzaron a usar un gorro igual al que solía llevar el guerrero muerto y otros que se dejaron crecer el cabello con los mismos largos que Alejandro”. ¡Todo valía para parecerse!

Como no había afiches en ese tiempo reproducían su imagen en monedas que ellos mismo mandaban a acuñar.

Hubo quienes avanzaron más y “el comandante Eúmenes decía que Alejandro se le aparecía ensueños y hablaba con él. Por su parte Ptolomeo (aquel antecesor de la hechizante Cleopatra quien fue comandante del Magno y éste lo hizo gobernante de Egipto) forjó el rumor que era hermanastro de Alejandro por vía paterna”, para tratar de lograr con eso una mejor cercanía hereditaria.

Todos los recordaban y todos lo respetaban, la presencia mágica de Alejandro ocupaba el centro de la vida política, pero “al mismo tiempo andaban ocupados en hacer pedazos el imperio que él les había legado. Para eso no dudaban en matar, uno detrás de otro a sus familiares más cercanos y en traicionar las lealtades que los unieron” (sin hesitar mataron entre otros a su viuda, su hijo y su hermano). ¡En esos tiempos esas muertes fueron literales, hoy al menos, son simbólicas!

Como parte de esta disputa por la hegemonía del movimiento alejandrista, va Ptolomeo y se roba el cadáver de Alejandro. Lo lleva a Alejandría, donde él gobernaba y lo expone públicamente en un mausoleo que hace que esa ciudad egipcia se convierta en un masivo punto de turismo necrófilo.

En una ocasión el emperador Augusto visita ese lugar y pide que abran el sarcófago y al darle un beso al cadáver de Alejandro, le rompe la nariz. ¡Todo andaba y salía mal!

A los sucesores de Alejandro se los conoció como los diadocos (del griego antiguo ‘sucesores’), y eran considerados “una banda de mediocres y suplentes” que al no tener ni el mínimo carisma del fallecido líder, pretendían obtener reconocimiento, respeto y conducción mimetizándose con un muerto querido y celebérrimo.

Por eso se disfrazaban de Alejandro, actuaban como él, imitaban sus formas y todo eso tratando que se los pueda confundir con el fallecido conquistador del mundo.

Pero es, y así pasó, como si en nuestros días los imitadores de Sandro o los Beatles, pudieran hacernos creer que son lo mismo.

En virtud de estas acciones realizadas desde la cúspide, el potente ejército macedonio se desgastó, se minimizó y finalizó como una cohorte de mercenarios que solo obedecían a sus comandantes y esto, siempre y cuando les convenía. (ejército macedonio sucedáneo de grandes movimientos políticos contemporáneos).

Como mientras dilapidaban capital político, militar y territorial tenían que hacer algo parecido a un gobierno, los diadocos administraban el reino mediante edictos. Los gobernantes “eran asesorados por un grupo de amigos y familiares”.

Por supuesto, todo finalizó de la peor manera.

En algunos años, lo que había sido una potente y masiva convocatoria a épicas, una causa nacional poderosa y un destino colmado de grandezas se convirtió en un tugurio de conspiraciones, desprovisto de valores atrayentes y conducido por logreros y rufianes que transformaron aquellos caminos de gloria en proyectos triviales.

En nuestro país, desde neoperonistas peinados a lo Perón (Raúl Matera, circa años 60), hasta hijos usando trajes del padre (Alfonsín Jr.) pero más que lo físico, desde los lenguajes, tonos, frases y gestos, e intentos burdos de parecerse. Muchos dirigentes de variados clanes políticos, hicieron “la gran Macedonia”, con igual fracaso que los generales griegos.

La semejanza con actuales escenarios solo está en la cabeza de quien quiere verlas.

* Lo escrito en cursivo es parte del libro El Infinito en un junco, de la filóloga española Irene Vallejo

El autor fue diputado nacional por la provincia de Río Negro